viernes, 1 de mayo de 2009

Cruces de Graná





Es con diferencia el mejor día del año, el más atractivo para propios y extraños, y si me apuran, quizás, el más auténticamente granadino.



Hablamos del 3 de mayo, es decir, del Día de la Cruz, santo y seña del fervor estudiantil, reclamo, bandera y orgullo de la alegría y la sana diversión.



De carácter sencillo y popular, mejor extrovertido, y sin pretensiones, es con mucho el día más grande y original que tiene Granada. Ninguna otra fiesta local le sobrepasa ni alcanza; tampoco el Corpus le hace sombra, todas a su lado huelen a prefabricado, aburrido y obligado. Las cruces en cambio son un estallido de libertad y fraternidad, un derroche de simpatía andaluza sin precedentes, ni comparaciones por estos lares.


Todos por igual se lanzan, sin complejos ni preparativos, esa tarde por las calles y plazas de Granada, acuden a raudales y en tropel, de forma desorganizada y a la aventura, sin compromiso o guión que seguir, abiertos en suma a cualquier imprevisto, encuentro fortuito o flechazo inesperado.





De ahí que siempre se haya dicho que para ligar en Granada, nada mejor que las cruces, eso al menos se decía en mi época, de raquítica hondura festiva, cuando la movida se reducía a las Cuevas del Sacromonte, el Campo del Príncipe y el Paseo de las Titas, sin contar con las subidas a la Alhambra para los más atrevidos y desesperados.


De ahí también, que todas las expectativas amorosas, proyectos o previsiones, pasaran, se concentraran y produjeran ese día tan esperado. No en balde muchas parejas granadinas, arrancan su pasado glorioso de esta fecha singular, verdaderamente mítica en nuestro calendario.

Es por otro lado un día de un colorido especial, de claveles rojos, zapatos nuevos y frescor gitano, de puesta de largo, bienvenida o estreno de la primavera recién parida, brillo en los ojos, cante, manzanilla, palmas y castañuelas. Granada se viste y engalana para tan alta ocasión con majestuosas cruces de flores que abrazan los cielos, cacerolas amarillas de cobre, mantones de Manila y macetas de pidistras, que adornan y prestigian los suelos, patios y escaparates de la ciudad, rivalizando en gracia, buen gusto y sabor, los vecinos y comerciantes del lugar.


En cuanto al itinerario, por sus aledaños y recorrido, se levantan como abrevaderos multitud de metálicas barras portátiles, donde se despacha a empujones, temblorosos vasos de plástico, entre olores de nardos, humo de pinchitos morunos, y altavoces desquiciados. Mientras tanto y a su alrededor, domina y subyuga el baile por sevillanas, más nuestro que nunca, que arrebata y conquista los sentidos, al son ruidoso de un griterío infernal.


Es en definitiva el triunfo del pueblo llano, que sólo busca divertirse de forma barata y sencilla, sin la obligación de tener que pagar por ello, bastándole con verse, tropezarse, o rozarse, y poco más. Esto explica e incluso justifica, el enorme éxito del llamado botellón, pues la gente, y no sólo la juventud, lo que verdaderamente necesita es un lugar donde reunirse, para hablar, chismorrear, exhibirse y coquetear de forma desinhibida, y natural, como en una fiesta de cumpleaños.
Lo de menos son las copas, el local, o el espectáculo al que se acuda, o vaya, pues lo mejor siempre está fuera en la bulla, en el descanso o intermedio, en el baño, la cola o los canapés, en la imperiosa necesidad de relacionarse, libremente y sin control paterno, permitiendo y propiciando que resurja o se abra paso la ocasión perdida, y la oportunidad desaprovechada.


Todo esto y mucho más significa el día de la Cruz, fiesta autóctona de Granada, rebelde y plural por antonomasia, donde sobran los pregones, y la oficialidad marchita, la mala sombra y la antipatía. Fiesta andaluza y juvenil como ninguna, abierta de par en par al mundo entero.


AG




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